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Tolerancia (4) ¿Poseedores
de la verdad?
—Bien, yo no digo que tener la verdad suponga instintos
homicidas, pero la historia nos enseña que los hombres que pensaban que siempre
tenían razón han sido causantes de guerras, persecuciones, esclavitud, racismo
y otras muchas desgracias.
Debo decir que a mí también me parecen muy peligrosos los
hombres que piensan tener siempre razón.
Pero una cosa es pretender tener siempre razón, y otra bien
distinta decir que existe una verdad universal sobre el bien y el mal, que todos
debemos procurar descubrir.
Hay que decir, además, que esos relativistas light también
acuden furtivamente a la verdad objetiva cuando les interesa. Por ejemplo,
cuando presentan como malas las guerras, las persecuciones, la esclavitud o el
racismo (y supongo que queda claro que estoy de acuerdo en que lo son), están
ya dando por establecida una verdad objetiva previa sobre la que no discuten.
—De acuerdo, pero ¿qué derecho tengo yo, o cualquier otra
persona, a decidir que mi opinión es mejor que las otras?
Es distinto decir de modo altivo "mi opinión es la
mejor" (entre otras cosas, porque puede fácilmente no serlo), a decir que,
en esa búsqueda de la verdad en que todos debemos estar empeñados, las
opiniones que más se acerquen a ella son mejores que las opiniones que estén más
lejos.
Lógicamente, el hecho de que exista una verdad universal no
da derecho a nadie para ir por la vida como dando lecciones, como engreído
poseedor único y absoluto de la verdad: eso sería fundamentalismo (cuestión
que trataremos más adelante). Además, como ha escrito Alejandro Llano,
No somos nosotros
los que poseemos la verdad,
es la verdad la que nos posee.
Y como decía Ortega y Gasset, el hombre necesita
absolutamente la verdad; y al revés, la verdad es lo único que esencialmente
necesita el hombre, su única necesidad incondicional.
No se puede decir que la verdad no exista, ni que dé igual
una verdad que otra, ni que la verdad se vaya a componer entre las opiniones de
todos. Pero sí ha de aceptarse –aunque se tenga una firme certeza moral sobre
una serie de verdades–, que muchos otros tendrán parte de la verdad en ámbitos
muy diversos, y también nos iluminan con sus aportaciones y sus hallazgos en
esa necesaria y liberadora búsqueda de la verdad.
—Piensas entonces que el problema se reduce a aficionarse a
buscar la verdad.
Sí, y es preciso tener presente que
Los hombres somos a veces
muy aficionados a buscar la verdad,
pero bastante reacios
a aceptarla.
A los hombres –decía Gilson–, no nos gusta que la
evidencia racional nos acorrale. Incluso cuando la verdad está ahí, en su
impersonal e imperiosa objetividad, muchas veces sigue en pie nuestra mayor
dificultad: someternos a ella a pesar de no ser exclusivamente nuestra.
Un retorno al etnocentrismo persa
Según explica Herodoto, los persas estaban convencidos de
que ellos eran los mejores; y que a ellos les seguían las naciones limítrofes;
y que, a su vez, las naciones limítrofes con ésas ocupaban el tercer lugar en
este orden decreciente de bondad; y así sucesivamente, disminuye
progresivamente su valía a medida que los círculos concéntricos se iban
alejando más del núcleo persa.
Esa firme ligazón entre el bien y el bien propio, y una visión
del cosmos que reserva un lugar especial para el pueblo al que uno pertenece,
retratan bastante bien a aquella primitiva concepción etnocentrista del bien.
Fueron los filósofos griegos –explica Allan Bloom–, los
primeros hombres que abordaron la distinción entre bien y bien propio.
Empezaron a distinguir entre lo que era exigido por la naturaleza, y lo que era
simplemente algo convenido o pactado; entre lo que podía considerarse justo, y
lo que era simplemente algo aceptado por un colectivo de personas.
Los filósofos griegos estaban abiertos al bien como tal. Tenían
que usar el bien, que no era suyo, para juzgar lo suyo. Comprendieron que si los
hombres querían ser verdaderamente humanos, no podían conformarse con lo que
les venía dado por su cultura, sino que habían de buscar además el bien.
Aquella conciencia del bien, y del deseo de poseerlo, fueron adquisiciones
humanizadoras de un valor inestimable.
Con el paso del tiempo, la cultura occidental fue buscando
una apertura que encontrara en otras culturas nuevos y mejores estilos. De esos
estudios, algunos pensadores de los últimos siglos llegaron a sacar la curiosa
conclusión de que los valores y las culturas son terriblemente relativos y que,
por tanto, no podemos conocer la verdad (si es que existe), sino simplemente
estudiar lo que muchos hombres pensaron sobre la verdad.
Sin embargo, el hecho de que en tiempos y lugares diferentes
hayan existido diferentes opiniones sobre el bien y el mal, en absoluto supone
que dé igual una que otra. Ante las diferencias de opinión, lo razonable es
plantearse cuáles de las expresadas son más cercanas a la verdad, en lugar de
rechazarlas todas; lo sensato es tratar de analizar esas diferencias, examinando
las razones y argumentos de cada opinión.
Si queremos una actividad intelectual plural y libre
–sugiere Alejandro Llano–, hemos de sacudirnos el miedo a pensar por cuenta
propia, a reconocer que hay diferencias y rivalidades, a entablar auténticos
debates intelectuales, y no cejar hasta descubrir de qué lado está la verdad.
Nadie puede vivir sin una convicción de lo que es el bien y
el mal. Todos la necesitamos. Cuando alguien niega que exista una verdad
universal, lo que realmente hace es tomar para sí un concepto propio de lo que
es la verdad y el bien. Y como el relativismo absoluto es imposible, irá
considerando menos válido el concepto de bien a medida que se aleje del
concepto suyo. Más o menos, lo mismo que sucedía con el etnocentrismo persa,
solo que ahora poniéndose en el centro uno mismo, en vez de al pueblo persa.
Alfonso Aguiló.
Con
la autorización de: www.interrogantes.net
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