-Tú  qu_date  aquí, Sancho,

que yo voy _a  averiguar quién es el malandrín

que arma tanto esc_ndalo

 -anunci_  don Quijote-.

Y si en tres días no  _e  vuelto,

vete al  To_oso  y dile a mi señora Dulcinea

que _e  muerto batallando en su honor.

-¿Pero es que me va _a  dejar solo?

-replicó Sancho _echándose  a llorar como un niño-.

Déjese de  a_enturas,  señor,

que a  _eces  se va por lana y se vuelve trasquilado.

-No quiero  l_grimas,  Sancho,

porque ya  sa_es  cuál es mi deber.

Viendo que don Quijote no se  _ablandaba,

el escudero decidió valerse de su in_enio

y  apro_echando  un despiste de su amo,

se sacó el cinturón y le at_  las patas de Rocinante.

De manera que, cuando don Quijote  qu_so  marchar,

no pudo  _acerlo,

porque el caballo no podía  mo_erse  sino a saltos

Eso es que _ios   se ha conmovido con mis lágrimas

-dijo Sancho  _anza-

y  _a  ordenado que Rocinante

no se mueva _asta  que llegue el día.

-Dices  _ien,  Sancho,

así que me quedaré contigo  _asta  que amanezca,

pues el buen cristiano debe  o_edecer  a Dios.

Durante la noche los  _olpes  no cesaron y,

por culpa del miedo o de algo que  _abía  comido,

a Sancho se le re_olvió  el vientre,

por lo que tu_o  que descargarlo.

Pero, como no se  atre_ía  a apartarse ni un pelo de su señor,

se bajó los cal_ones  allí mismo

e _izo  con el menor ruido posible

lo que nadie podía hacer por _l.

Don  Quijote, que era de _olfato  fino,

notó en las narices los _apores  que soltaba su escudero,

y protest_  indignado:

-Apártate, Sancho, que _ueles  mucho, y no a rosas.

Apártate te digo, y, de a_ora  en adelante,

tenme más respeto y no te ali_ies  tan cerca de mí.