18. Tolerancia |
La tolerancia, entendida como respeto y consideración hacia la diferencia, como una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta a la propia, o como una actitud de aceptación del legítimo pluralismo, es a todas luces un valor de enorme importancia.
Estimular en este sentido la tolerancia puede contribuir a resolver muchos conflictos y a erradicar muchas violencias. Y como unos y otras son noticia frecuente en los más diversos ámbitos de la vida social, cabe pensar que la tolerancia es un valor que –necesaria y urgentemente– hay que promover.
Sin embargo, promover una acertada aplicación de la tolerancia es algo extremadamente difícil y complejo, que conviene analizar con calma, sin trivializarlo, para no caer en simplistas reduccionismos.
En primer lugar, la tolerancia tiene su justa medida. A nadie se le ocurre que haya que tolerar el robo, la violación o el asesinato. Ni nadie cree de verdad que imponer la ley o un sistema de autoridad haya de considerarse como una grosera manifestación de intolerancia. Si nos dejáramos llevar por esos errores, terminaríamos bajo la ley del más fuerte. Sería imposible establecer un sistema de Derecho o cualquier tipo de ordenamiento jurídico. Sería como la ley de la selva. No habría forma de vivir pacíficamente en sociedad.
Promover la tolerancia no es tolerarlo todo, porque es evidente que no se puede permitir todo.
Por eso, ni siquiera el anarquismo más radical ha considerado la tolerancia como algo ilimitado, puesto que solo con imaginar un colectivo humano en el que todo debiese ser tolerado, es fácil comprender que sería un caos completo y absoluto.
La tolerancia ha de tener unos límites. Una interpretación superficial de la tolerancia la llevaría a su ruina: al escepticismo del todo vale.
La verdadera tolerancia –como ha señalado Norberto Bobbio– no se fundamenta en el escepticismo, sino en una firmeza de principios, que se opone a la indebida exclusión de lo diferente.
O, como señalaba Federico Mayor Zaragoza, la tolerancia no es una actitud de simple neutralidad, o de indiferencia, sino una posición resuelta que cobra sentido cuando se opone a su límite, que es lo intolerable.
La cuestión es –como apunta Rafael Navarro-Valls– acertar con una noción de tolerancia que no sea simplemente fruto del cansancio intelectual o de la indiferencia, y que logre equilibrar los derechos de la verdad con los de la conciencia individual.
No quedarse en afirmaciones obvias
Aunque acabamos de referirnos a la tolerancia como un espíritu de apertura y de respeto hacia la diversidad, a la hora de hablar de tolerancia, lo difícil, y lo importante, es profundizar en su sentido más específico: la tolerancia del mal.
Podría decirse que la palabra tolerancia se aplica con toda propiedad cuando se refiere a la tolerancia del mal. No suele decirse en el lenguaje corriente, por ejemplo, que uno tolere que le haya tocado la lotería, haya aprobado unas oposiciones, juegue muy bien al baloncesto, o tenga muy buena memoria; no se habla de que lo tolere, sino más bien de que tiene la suerte, o el mérito, de contar con eso, que para él son bienes.
Es más, en sentido estricto no debería hablarse de tolerancia como respeto a la legítima diversidad, puesto que la legítima diversidad debe ser respetada y no simplemente tolerada, aunque pueda costarnos mucho aceptarla. Ser alto o bajo, rubio o moreno, pertenecer a una u otra raza o clase social, ser seguidor (apasionado si se quiere, pero pacífico) de tal o cual equipo de fútbol, etc., no parecen, en principio, diversidades que deban ser toleradas, sino simplemente respetadas.
El problema surge, como decíamos, cuando esa diversidad deja de ser legítima, o entra en colisión con el bien común, o con los derechos de los demás, y comenzamos a adentrarnos en el proceloso mar de la tolerancia del mal. Podrían ponerse muchos ejemplos de esas colisiones:
¿Debe tolerarse la esclavitud? ¿Y si hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos, e incluso también personas dispuestas a aceptar ser esclavos?
¿Debe tolerarse la tortura? ¿Qué debe decirse a quien alegue su –supuesta– eficacia para la policía? ¿Y a quien sostenga que en sus convicciones personales se trata de un método perfectamente legítimo en su guerra sin cuartel contra la delincuencia?
¿Deben las leyes tolerar la poligamia? ¿Y si hay personas –marido y mujeres– que apelan a su libertad para que se les permita formar ese género de unión? ¿Qué se puede argumentar, por ejemplo, a quien considere la prohibición de la poligamia como un atentado contra las profundas raíces culturales y religiosas de un pueblo?
¿Debe permitirse –como sucede en algunos lugares– que unos padres practiquen determinadas mutilaciones sexuales a algunos de sus hijos, siguiendo antiguos ritos ancestrales? ¿Qué razones se pueden dar para prohibirlo, si argumentan que se trata de una costumbre milenaria, aceptada pacíficamente por toda la tribu?
¿Y si unos padres se niegan a que su hijo, menor de edad, reciba una transfusión de sangre, y muere por ello? ¿Cómo es conciliable la libertad religiosa con el hecho de que un juez salve la vida del niño autorizando dicha transfusión, en contra de las creencias de sus padres?
¿Debe tolerarse la producción y el tráfico de drogas? ¿Por qué no respetar la libertad de esas personas para cultivar lo que quieran y luego venderlo, acogiéndose a las reglas del libre mercado? ¿Y con el tráfico de armas? ¿Y con los productos radioactivos?
¿Debe tolerarse la mentira? ¿En qué ocasiones o circunstancias?
Son ejemplos muy diversos, que expresan un poco de la complejidad del problema de la tolerancia, y nos previenen contra una interpretación simplista de las cosas.
El Diccionario de la Real Academia señala dos acepciones de la palabra tolerancia que engloban quizá lo que acabamos de decir. Una es el respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean diferentes a las nuestras; y la otra –que recoge quizá su sentido más específico– señala que tolerar es permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente; o sea, no impedir –pudiendo hacerlo– que otro u otros realicen determinado mal.
En ambos casos, el quid de la cuestión está en determinar el límite de lo no tolerable: la legítima diversidad siempre debe tolerarse (respetarse), pero la ilegítima puede tolerarse o no, según los casos.
Alfonso Aguiló. Con la autorización de: www.interrogantes.net
B) La tolerancia..., ¿es buena o es mala?
Ese difícil discernimiento del que hemos hablado, hace que la tolerancia presente siempre un riesgo de aplicarse erróneamente, tanto por exceso como por defecto.
Esta inevitable ambivalencia, propia de todas las virtudes y valores morales, debe tenerse siempre en cuenta, para no caer en ninguno de los dos extremos:
Tan erróneo sería pasarse de intolerante como de tolerante.
—De todas formas, supongo que es mejor pasarse de tolerante que de intolerante, digo yo.
En este punto conviene precisar bien el sentido de las palabras, pues varía bastante si hablamos de tolerancia en su sentido más específico (permitir un mal), o en sentido amplio (respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás).
Si te refieres a que más vale tener mucho respeto y consideración hacia la libertad de los demás que tener poco, es evidentemente así.
Pero si dices que más vale pasarse permitiendo el mal que no permitiéndolo, no estaría ya tan claro, pues el laxismo legislativo es tan indeseable como la hiperconstricción legal; y el permisivismo, tanto como el autoritarismo.
Es necesario un equilibrio entre ambos extremos erróneos. Si ser muy tolerante es poseer un grado muy alto de discernimiento en cuanto a la tolerancia, estoy de acuerdo; pero si ser muy tolerante es indiferencia ante el mal y el error que haya a nuestro alrededor, no estoy de acuerdo.
La tolerancia del mal no tiene por sí sola una calificación moral unívoca: habrá ocasiones en que será lo más conveniente o necesario para evitar que se produzcan males mayores; y habrá otras en que tolerar un mal equivaldrá a complicidad en ese mal y, por tanto, será éticamente reprobable.
Tolerancia y progreso social
La actual y progresiva sensibilidad por la tolerancia, en su sentido amplio, de respeto a la diversidad, debe considerarse globalmente como un importante progreso social.
Pero si consideramos la tolerancia en su sentido más específico, referida a la tolerancia del mal, la búsqueda de la máxima tolerancia –como si ese fuera el objetivo decisivo, y no el bien común– no puede asociarse a ningún avance social: no parece que el aumento del permisivismo haya de estar ligado necesariamente al progreso.
La tolerancia del mal, bien entendida y aplicada, resulta muy necesaria para el bien común y, por tanto, para el progreso social. Aunque también podría decirse que, en cierto sentido, el verdadero progreso social se nota sobre todo cuando la tolerancia del mal va siendo cada vez menos necesaria... porque hay menos males que tolerar.
A medida que una sociedad avanza en el establecimiento de la paz y la concordia, y logra que haya muchos valores positivos que vayan cundiendo en las personas que la componen; y va habiendo cada vez una mayor toma de conciencia de las necesidades de los demás, de la solidaridad y del servicio a sus conciudadanos; cuando todo eso va tomando cuerpo en la sociedad, cada vez se hace menos necesario permitir el mal, porque cada vez habrá menos.
Es evidente que nunca llegaremos a su eliminación completa, puesto que mientras el hombre sea libre continuará habiendo mal en el mundo, pero sí caben avances, y avances importantes.
Para ello, es necesario que las leyes busquen siempre ser conformes con la ley natural.
—Pero en cuanto alguien procura que las leyes civiles no contradigan en nada a la ley natural, es acusado de pretender constituir en ley sus propias opiniones, de intentar imponer un único concepto de justicia (que además es el suyo), o de querer moralizar de modo paternalista a una sociedad que ya es adulta.
Hombre, son razones un poco demagógicas, puesto que eso podría achacarse a cualquier persona que hablara de cambiar una ley. Cuando alguien propone cambiar una ley por otra, siempre lo hace porque piensa que la ley que él propone –que es su opinión– le parece una ley más justa que la anterior: por tanto, en ese sentido siempre se le podría acusar de imponer su concepto de justicia y de pretender moralizar de modo paternalista a una sociedad que ya es adulta.
Tampoco puede decirse que sea imponer un único concepto de justicia, puesto que dentro de la ley natural cabe un inmenso abanico de posibilidades legislativas: ser conforme a la ley natural no lleva forzosamente a una única ley, sino a las infinitas leyes posibles que no contradigan el mandato primario de la naturaleza.
Alfonso Aguiló. Con la autorización de: www.interrogantes.net
C) ¿Poseedores de la verdad?
—Bien, yo no digo que tener la verdad suponga instintos homicidas, pero la historia nos enseña que los hombres que pensaban que siempre tenían razón han sido causantes de guerras, persecuciones, esclavitud, racismo y otras muchas desgracias.
Debo decir que a mí también me parecen muy peligrosos los hombres que piensan tener siempre razón.
Pero una cosa es pretender tener siempre razón, y otra bien distinta decir que existe una verdad universal sobre el bien y el mal, que todos debemos procurar descubrir.
Hay que decir, además, que esos relativistas light también acuden furtivamente a la verdad objetiva cuando les interesa. Por ejemplo, cuando presentan como malas las guerras, las persecuciones, la esclavitud o el racismo (y supongo que queda claro que estoy de acuerdo en que lo son), están ya dando por establecida una verdad objetiva previa sobre la que no discuten.
—De acuerdo, pero ¿qué derecho tengo yo, o cualquier otra persona, a decidir que mi opinión es mejor que las otras?
Es distinto decir de modo altivo "mi opinión es la mejor" (entre otras cosas, porque puede fácilmente no serlo), a decir que, en esa búsqueda de la verdad en que todos debemos estar empeñados, las opiniones que más se acerquen a ella son mejores que las opiniones que estén más lejos.
Lógicamente, el hecho de que exista una verdad universal no da derecho a nadie para ir por la vida como dando lecciones, como engreído poseedor único y absoluto de la verdad: eso sería fundamentalismo (cuestión que trataremos más adelante). Además, como ha escrito Alejandro Llano, no somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee.
Y como decía Ortega y Gasset, el hombre necesita absolutamente la verdad; y al revés, la verdad es lo único que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional.
No se puede decir que la verdad no exista, ni que dé igual una verdad que otra, ni que la verdad se vaya a componer entre las opiniones de todos. Pero sí ha de aceptarse –aunque se tenga una firme certeza moral sobre una serie de verdades–, que muchos otros tendrán parte de la verdad en ámbitos muy diversos, y también nos iluminan con sus aportaciones y sus hallazgos en esa necesaria y liberadora búsqueda de la verdad.
—Piensas entonces que el problema se reduce a aficionarse a buscar la verdad.
Sí, y es preciso tener presente que los hombres somos a veces muy aficionados a buscar la verdad, pero bastante reacios a aceptarla.
A los hombres –decía Gilson–, no nos gusta que la evidencia racional nos acorrale. Incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, muchas veces sigue en pie nuestra mayor dificultad: someternos a ella a pesar de no ser exclusivamente nuestra.
Un retorno al etnocentrismo persa
Según explica Herodoto, los persas estaban convencidos de que ellos eran los mejores; y que a ellos les seguían las naciones limítrofes; y que, a su vez, las naciones limítrofes con ésas ocupaban el tercer lugar en este orden decreciente de bondad; y así sucesivamente, disminuye progresivamente su valía a medida que los círculos concéntricos se iban alejando más del núcleo persa.
Esa firme ligazón entre el bien y el bien propio, y una visión del cosmos que reserva un lugar especial para el pueblo al que uno pertenece, retratan bastante bien a aquella primitiva concepción etnocentrista del bien.
Fueron los filósofos griegos –explica Allan Bloom–, los primeros hombres que abordaron la distinción entre bien y bien propio. Empezaron a distinguir entre lo que era exigido por la naturaleza, y lo que era simplemente algo convenido o pactado; entre lo que podía considerarse justo, y lo que era simplemente algo aceptado por un colectivo de personas.
Los filósofos griegos estaban abiertos al bien como tal. Tenían que usar el bien, que no era suyo, para juzgar lo suyo. Comprendieron que si los hombres querían ser verdaderamente humanos, no podían conformarse con lo que les venía dado por su cultura, sino que habían de buscar además el bien. Aquella conciencia del bien, y del deseo de poseerlo, fueron adquisiciones humanizadoras de un valor inestimable.
Con el paso del tiempo, la cultura occidental fue buscando una apertura que encontrara en otras culturas nuevos y mejores estilos. De esos estudios, algunos pensadores de los últimos siglos llegaron a sacar la curiosa conclusión de que los valores y las culturas son terriblemente relativos y que, por tanto, no podemos conocer la verdad (si es que existe), sino simplemente estudiar lo que muchos hombres pensaron sobre la verdad.
Sin embargo, el hecho de que en tiempos y lugares diferentes hayan existido diferentes opiniones sobre el bien y el mal, en absoluto supone que dé igual una que otra. Ante las diferencias de opinión, lo razonable es plantearse cuáles de las expresadas son más cercanas a la verdad, en lugar de rechazarlas todas; lo sensato es tratar de analizar esas diferencias, examinando las razones y argumentos de cada opinión.
Si queremos una actividad intelectual plural y libre –sugiere Alejandro Llano–, hemos de sacudirnos el miedo a pensar por cuenta propia, a reconocer que hay diferencias y rivalidades, a entablar auténticos debates intelectuales, y no cejar hasta descubrir de qué lado está la verdad.
Nadie puede vivir sin una convicción de lo que es el bien y el mal. Todos la necesitamos. Cuando alguien niega que exista una verdad universal, lo que realmente hace es tomar para sí un concepto propio de lo que es la verdad y el bien. Y como el relativismo absoluto es imposible, irá considerando menos válido el concepto de bien a medida que se aleje del concepto suyo. Más o menos, lo mismo que sucedía con el etnocentrismo persa, solo que ahora poniéndose en el centro uno mismo, en vez de al pueblo persa.
Alfonso Aguiló. Con la autorización de: www.interrogantes.net
D) Incoherencias actuales
En la época actual se habla mucho de democracia, tolerancia y libertad de expresión, pero observamos que no todo es tan real.
En la práctica muchos de esos valores no se respetan ni son aceptados por todos, pues depende si lo que se defiende está dentro de los parámetros de lo políticamente correcto o no lo está.
Algunos quieren imponer el relativismo ético que vendría a decir que todos los valores valen lo mismo y no hay valores absolutos. Esto parece que llevaría a una tolerancia entre todos los hombres, pero en la realidad esto no es así, como podemos ver en dos ejemplos.
Hay muchos que piensan que los niños necesitan a un padre y a una madre para desarrollar armónicamente su personalidad y otros piensan que una pareja de homosexuales pueden realizar esa misma función con los chicos adoptados. También sostienen que los homosexuales merecen respeto y hemos de acoger y acompañar por seres humanos. Ante esta diversidad de opinión, con frecuencia se levantan oleadas de protestas de activistas gays y de quienes les apoyan ejerciendo su poder para acallar la postura respetuosa con los homosexuales y en defensa de la educación de los chicos por un padre y una madre. En este caso no se respeta la igualdad entre los valores ni la libertad de expresión porque sería políticamente incorrecto.
Otro ejemplo de la incoherencia actual es el tema del aborto. La ciencia acepta de forma generalizada que desde el momento de la concepción ya hay un ser humano con todas las potencialidades genéticas que se desarrollarán a lo largo de su vida. Este pequeño ser está defendido por la Declaración de los Derechos Humanos. Muchos piensan que ante un embarazo no deseado hay que defender tanto a la madre como al bebé que lleva en su vientre. A la madre hay que ayudarle a que pueda atender satisfactoriamente a su chico dentro de su propia familia o en Casas-cuna que están apareciendo en distintas ciudades. También habría que informarles de los riesgos psicológicos que suelen padecer las madres que abortan. Y también se defiende al niño o niña que tiene derecho a vivir como cualquier persona. Pero los movimientos abortistas sólo se fijan en el derecho de la madre para elegir y niegan cualquier otra postura.
En los dos casos se observa una incoherencia radical: se defiende que todos los valores valen lo mismo, pero en realidad no toleran las opiniones de los demás. Los que siguen lo políticamente incorrecto defienden el relativismo de las ideas de los demás para anularlas, pero sus propias ideas son dogmas intocables.
Ya es hora de que realmente seamos tolerantes con todas las personas y se respete la necesaria libertad de expresión.
José Pedro Segundino
Tertulia dialogada.
Escribir las dudas sobre este texto y dos ideas interesantes. Contestar por escrito a estas cuatro preguntas y llevarlas después a la reunión general de la tertulia:
1. ¿Por qué es positiva la tolerancia?
2. Aspectos positivos y negativos de la tolerancia
3. Cuestiones sobre la verdad
4. ¿Cuáles son las principales incoherencias?
Bibliografía:
Alfonso Aguiló. La tolerancia. Editorial Palabra
Enlaces de Internet:
Nadie tiene derecho a imponerme sus valores
¿Son peligrosas las convicciones fuertes?
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