Érase una vez una débil anciana cuyo esposo había fallecido dejándola sola,
así que vivía con su hijo, su nuera y su nieta. Día tras día la vista de la
anciana se enturbiaba y su oído empeoraba, y a veces, durante las comidas, las
manos le temblaban tanto que se le caían las judías de la cuchara y la sopa
del tazón. El hijo y su esposa se molestaban al verle volcar la comida en la
mesa, y un día, cuando la anciana volcó un vaso de leche, decidieron
terminar con esa situación.
Le instalaron una mesilla en el rincón cercano al armario de las escobas y hacían
comer a la anciana allí. Ella se
sentaba a solas, mirando a los demás con
ojos enturbiados por las lágrimas. A veces le
hablaban mientras comían, pero habitualmente era para regañarla por
haber hecho caer un cuenco o un tenedor.
Una noche, antes de la cena, la pequeña jugaba en el suelo con sus
bloques y el padre le preguntó qué estaba construyendo.
-Estoy construyendo una mesilla para mamá y para ti -dijo ella sonriendo-, para
que podáis comer a solas en
el rincón cuando yo sea mayor.
Sus padres la miraron sorprendidos un instante,
y de pronto rompieron a llorar. Esa noche
devolvieron a la anciana su sitio en la mesa grande. Desde entonces ella
comió con el resto de la familia, y su
hijo y su nuera dejaron de enfadarse cuando volcaba algo de cuando en cuando.
Cuento tradicional
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