Un ermitaño recogía diariamente un hato de ramas, lo cargaba en su borriquillo
y lo intercambiaba en el pueblo por lo que le ofrecieran: queso, verduras… A
mitad de camino de regreso, cuando el cansancio y el calor arreciaban, pasaba
delante de una fuente de agua fresca, y el ermitaño pasaba de largo
ofreciéndoselo a Dios. Por la noche Dios le obsequiaba ese sacrificio con una
luminosa estrella en el firmamento. Un día un muchacho se unió al ermitaño en
su camino. Ese día el sol apretaba especialmente y la cuesta se hacía pesada.
Cuando se acercaban a la fuente, el viejo ermitaño leyó en los ojos del joven
que el chico no bebería si él no lo hacía. Decidió beber aun a costa de
quedarse sin estrella. Esa noche, brillaron dos estrellas.
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