Doña Matilde |
Doña Matilde
Por Gabriel Marañón Baigorrí
Doña
Matilde era una señora muy buena, de un gran corazón. Pero era muy débil de
carácter para educar a su hijo Alfredo. Le faltaba a la buena señora esa energía,
unida a una gran serenidad. Por eso, quien mandaba en aquel hogar era Alfredo.
La madre transigía con todos los caprichos de su hijo; unos
buenos (y eso estaba bien) y otros malos (y eso estaba mal).
Alfredo fue creciendo, dejó la adolescencia y un día le
pidió a su madre dinero para jugar en el casino. Y también le pidió otra vez
dinero para volver de noche y muy tarde a casa. A doña Matilde le parecía un
disparate aquellas libertades. Pero el hijo, tanto insistía, y tales caras
avinagradas ponía, que la madre, más blanda que la cera, cedía al fin, diciéndole:
«¡Toma, hijo, siquiera para que me dejes en paz!» Y la madre fue cediendo su
autoridad y dando dinero a su hijo para sus vicios y caprichos indignos.
Un día, Alfredo no se encontraba bien, tenía algo de
fiebre. Los médicos le diagnosticaron una tuberculosis traidora. Fue llevado a
un pueblo de la sierra. Estaba en una casa magnífica, rodeada de un maravilloso
pinar. En el jardín estaba Alfredo tendido en un lecho y junto a él había
libros y un aparato de radio. Nada de esto le interesaba. Sólo quería curarse
y marchar de allí.
Un día llegó al jardín un joven sacerdote. Era el nuevo párroco
del pueblo. Venía a ofrecerles sus servicios y su amistad. A los pocos días,
el sacerdote adquirió un poco de confianza con la madre y el hijo. Bien sabía
el joven párroco la causa de aquella traidora enfermedad. Ciertas frases dichas
por la madre le habían revelado que la causa, en parte, era debido a la vida
viciosa y disipada que Alfredo había llevado. El vicio había gastado aquella
joven naturaleza.
Alfredo pasó una noche agitado, desvelado. Era la muerte,
que se le acercaba. El sacerdote quiso hablar con el enfermo, pero la madre lo
impidió, ante el temor de que su hijo se asustara. Pero aquella misma tarde el
sacerdote recibió un recado urgente: Alfredo se moría. En cuanto llegó el párroco
le habló al enfermo con amor y firmeza. Le dijo que pronto estaría en la
presencia de Dios y que se preparara para gozar de la eterna felicidad del
Cielo. El joven, con gran indiferencia, le dijo: «Ahora no estoy para eso.» Doña
Matilde, al oír aquellas frías palabras, le gritó, con lágrimas en los ojos:
«¡Pero hijo, yo no quiero que te pierdas para siempre!» Entonces el enfermo,
muy débilmente y con indiferencia, le dijo: «Me confesaré para que me dejes
en paz.» Doña Matilde salió de la habitación. Quedaron solos el sacerdote y
en enfermo. ¿Se confesó bien Alfredo? Eso sólo Dios lo sabe. Cuando volvió
la madre a la habitación su hijo estaba moribundo.
Doña Matilde lloraba de pena y dolor, pensando Que las únicas
palabras que ella habla oído a su hijo eran: «Me confesaré para que me dejes
en paz.»
Alfredo fue víctima de la falta de autoridad de su madre.
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