ENVÍAN UN REGALO A TERESA PANZA
Temeroso de Sancho, el médico salió de la sala sin decir esta boca es mía, pero en los días siguientes volvió a presentarse cada vez que el gobernador se sentaba a la mesa, y le prohibió uno tras otro todos los platos que pudieran apetecerle. "¡Malditos sean el doctor y la ínsula!", se decía el pobre Sancho, "que oficio que no da de comer no vale dos habas". Pero, a pesar del hambre que pasaba, se empeñó en cuerpo y alma en gobernar lo mejor posible: limpió la ínsula de maleantes, desterró a los tenderos que engañaban a sus clientes, reunió comida y ropa para los huérfanos, visitó las cárceles para consolar a los presos y se esforzó en premiar a los buenos y castigar a los malos. Todas las horas del día las dedicaba a su gobierno, y se negaba en redondo a salir de caza como hacían otros gobernantes, pues le parecía que su deber era cuidar de su ínsula, y no holgazanear detrás de un ciervo o de un jabalí. En fin, que Sancho se comportó con tanta nobleza y dictó leyes tan buenas, que todavía hoy se obedecen en aquel lugar, donde se les ha dado el nombre de "Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza". Mientras Sancho llevaba adelante su falso gobierno, la duquesa inventó una nueva burla, y cierto día le dijo a uno de sus pajes:
-Vas a ir a la aldea de don Quijote y le llevarás a Teresa Panza la carta que le escribió Sancho, otra de mi parte y un regalo que os daré para ella.
El paje, que era hombre gracioso y de mucho ingenio, aceptó de buen grado la misión, y en pocos días se plantó en la aldea de don Quijote. Al llegar preguntó por Teresa Panza, y entonces le señalaron a una mujer de unos cuarenta años, fuerte y tiesa y con la piel muy tostada por el sol del campo. El paje cabalgó hacia ella y, cuando la tuvo delante, se apeó del caballo, se puso de rodillas y dijo con mucha solemnidad:
-Deme sus manos, mi señora doña Teresa, esposa del señor don Sancho Panza, gobernador a la ínsula Barataria.