COMBATE CON EL CABALLERO DEL BOSQUE
Mientras tanto, don Quijote subió a lomos de Rocinante y se preparó para combatir. A la luz del día, descubrió que su rival era un hombre recio y ancho de hombros, y que llevaba una vistosa casaca llena de brillantes espejitos en forma de luna. Pero, como ya se había puesto el casco, no pudo verle la cara.
Recordad que, si os venzo -dijo el Caballero del Bosque-, tendréis que obedecerme en todo lo que os ordene.
Don Quijote asintió, y entonces los dos rivales se alejaron el uno del otro, porque debían embestirse con las lanzas en plena carrera. En esto, llegó Sancho corriendo hasta su amo y le dijo:
-¡Ay, señor, ayúdeme a subirme a ese alcornoque, que las narices de aquel escudero me tienen lleno de espanto!
Miró don Quijote al escudero y, al ver que sus narices eran en verdad horrorosas, no dudó en ayudar a Sancho a trepar el alcornoque. Así que, cuando el Caballero de los Espejos se dio la vuelta y empezó a galopar contra su rival, encontró a don Quijote ocupado, por lo que se detuvo en seco a mitad del camino. Sin embargo, don Quijote terminó enseguida, y entonces echó a galopar a todo correr de Rocinante. Al ver que su enemigo se le venía encima, el Caballero de los Espejos espoleó a su caballo con tanta fuerza como si quisiera partirlo en dos, pero la bestia se negó a dar un solo paso más, de manera que don Quijote se encontró con el blanco de lo más fácil. Y fue tal el lanzazo que le dio a su enemigo, que lo hizo saltar por los aires y lo dejó tumbado en el suelo. Entonces, don Quijote se apeó de Rocinante y acudió junto al Caballero de los Espejos para comprobar si lo había matado. Y, cuando le quitó el casco y le vio por fin el rostro, se quedó tan espantado como si hubiera visto al mismísimo Satanás.