DON FERNANDO ENCUENTRA A DOROTEA

Al final, entre el cura y el barbero lograron acostar a don Quijote, que se quedó dormido en un santiamén, y luego apaciguaron al ventero prometiéndole que le pagarían sin regatear lo que valiesen los cueros rotos.   

En el resto de la tarde no les sucedió nada que merezca la pena contar, pero a eso del anochecer se oyeron en el camino unos cascos de caballo que anunciaban la llegada de un nuevo huésped. El ventero salió a recibirlo con muy buen ánimo, confiando en que el gasto del viajero compensase la pérdida del vino, y se encontró con un caballero alto y apuesto, vestido con ropas nuevas y caras, propias de un hombre rico y de alto linaje.   

-Señor ventero, ¿hay posada? -dijo el recién llegado nada más apearse del caballo.   

Cuando Dorotea oyó aquella voz, se quedó más blanca que la cera, lanzó un hondo suspiro que le salió del fondo del alma y cayó desmayada al suelo. En eso, el caballero entró en la venta y, al ver a la dama desfallecida, abrió los ojos de par en par como si hubiera visto un ángel del cielo.   

-¡Dorotea! -empezó a gritar- ¿qué es lo que te pasa?   

Y es que el recién llegado no era otro que don Fernando, el caballero al que Dorotea buscaba por los pueblos y caminos de Andalucía y de la Mancha. Al llegar junto a su antigua amada, don Fernando la tomó en sus brazos y le dijo:   

-¡Ay Dorotea, no sabes cuánto me he arrepentido de la maldad que te hice! Vuelve en ti y perdóname, que llevo mucho tiempo buscándote para casarme contigo según te prometí.

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