LLEGAN A SU ALDEA
Pero el muy pícaro dejó de dárselos en las espaldas y empezó a darlos contra los árboles, lanzando un suspiro de vez en cuando, tan hondo como si se estuviera arrancando el alma.
-Basta, Sancho -dijo al fin don Quijote-, que ya te has azotado más de mil veces.
-Apártese vuestra merced y déjeme darme otros mil azotes azotes.
Pero eran tan grandes los suspiros que daba Sancho que don Quijote temió por su vida, así que acudió a quitarle las riendas y lo convenció de que siguiera con el maltrato otro día. Sancho obedeció quejándose por fuera y sonriendo por dentro, y en las dos noches siguientes concluyó su azotaina a costa de las cortezas de otros cuantos árboles, con lo que don Quijote quedó engañado pero feliz, convencido de que Dulcinea ya estaba desencantada. Y justo al día siguiente del fin de los azotes, asomó por fin la aldea de don Quijote en el horizonte, y, al verla, se arrodilló Sancho y comenzó a decir:
-Abre los ojos, deseada patria, y recibe con la gloria que merecen a estos dos hijos tuyos...
A lo que dijo don Quijote que se dejase de tonterías y subiera al borrico para entrar en la aldea. Y, nada más llegar, se cruzaron con el cura y con Sansón Carrasco, que los recibieron con grandes abrazos y se ofrecieron a acompañar a don Quijote hasta su casa. Los chiquillos del pueblo, que los vieron pasar, empezaron a gritar de calle en calle que don Alonso y Sancho ya estaban de vuelta. Teresa Panza oyó la buena noticia y salió de casa loca de alegría, con el pelo revuelto y a medio vestir. Y, cuando vio que Sancho volvía a pie, le dijo:
-¿Cómo es que no vienes en tu coche de gobernador?
-Calla, Teresa -susurró Sancho-, que vengo más rico de lo que parece. Dineros traigo, que es lo que importa, y ganados sin daño de nadie, salvo de las cortezas de unos cuantos árboles.