SANCHO SE DA AZOTES  

El regreso fue, en fin, pesaroso y triste. Por las noches, don Quijote no lograba dormir, porque los malos pensamientos acudían a su imaginación como las moscas a la miel. Desde el anochecer hasta el alba, todas las horas se le iban en recordar a la encantada Dulcinea y en cantarle coplas de amor con el corazón encogido y los ojos llenos de lágrimas.   

-Escucha, Sancho -dijo un día don Quijote-, si quieres cobrarte por los azotes de Dulcinea, dátelos tú mismo y yo te los pagaré al contado.   

Abrió Sancho los ojos y las orejas un palmo y respondió:   

-Dígame vuestra merced cuánto me dará por cada azote.   

-Lo que quieras , Sancho, porque no con todo el oro del mundo podría pagarse el desencanto de Dulcinea.   

Pidió el escudero un cuartillo por cada azote y luego calculó a duras penas que la azotaina completa le iba a salir a don Quijote por ochocientos veinticinco reales, con los que Sancho pensaba entrar en su casa rico y contento aunque bien azotado. Así que aquella misma noche se desnudó de medio cuerpo arriba y le quitó las riendas a su borrico para azotarse con ellas. Don Quijote lo vio ir con tantas ganas que tuvo que decirle:   

-Ten cuidado, Sancho, y no te des todos los azotes en una sola noche, no sea que te hagas pedazos y te mates así como así.   

Deseoso de acabar cuanto antes, el escudero se metió entre unos árboles y empezó a darse latigazos mientras su amo los contaba en voz alta. Pero, a los siete y ocho azotes, dijo Sancho:   

-Creo que el precio de esta zurra es muy barato, así que quiero que me pague cada azote al doble de lo acordado.   

-Me parece bien -respondió don Quijote.   

-Entonces ¡lluevan azotes, que el que quiere truchas se ha de mojar las calzas!

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