EL LIBRO DE AVELLANEDA

Cuando el tal don Jerónimo miró al recién  llegado, comprendió al instante que estaba ante el mismísimo don Quijote de la Mancha, así que le dio un gran abrazo al tiempo que decía:   

-Bien veo que sois el famoso don Quijote, y éste es sin duda vuestro leal escudero. Yo, señor, leí con mucho gusto la primera parte de vuestras aventuras, en la que Cide Hamete os pintaba con enorme respeto. Por eso hace unos días compré este otro libro, titulado Segunda parte de las hazañas de don Quijote, que es obra de un tal Avellaneda. Pero está claro que este autor desconocido quiere arruinar vuestra buena fama, pues os describe como un hombre torpe, chillón y desenamorado y retrata a Sancho Panza como un borracho simplón y nada gracioso.   

-Entonces no haga caso de ese historiador de tres al cuarto -dijo Sancho-, porque nosotros somos como dice Cide Hamete: mi amo, valiente, discreto y enamorado hasta las cachas; y yo, tan gracioso que soy capaz de alegrar a la misma tristeza.   

-A mí que me retrate quien quiera -terció don Quijote-, pero que no me maltraten, o perderé la paciencia.   

Aquella noche, don Jerónimo charló largo y tendido con don Quijote, quien le contó las maravillas que había visto en la cueva de Montesinos y le explicó que iba camino de Zaragoza para participar en unas justas.   

-Pues, según avellaneda, ya habéis estado en esa ciudad -advirtió don Jerónimo, a lo que respondió don Quijote:   

-Entonces no pondré los pies en Zaragoza, y así demostraré que ese tal Avellaneda miente como un bellaco.

 Atrás