PASÓ LA NOCHE VIGILANDO LA ARMADURA

   -Entonces decidme dónde puedo velar las armas, porque, según la ley de caballería, antes de ser armado caballero, debo pasarme toda una noche vigilando mi armadura ante un altar.   

-Ahora mismo no tenemos capilla en este castillo-, porque la hemos derribado para hacerla de nuevo, pero podéis velar las armas en el patio, que nadie os molestará.   

Así que don Quijote salió al patio, se quitó la armadura, la dejó junto a un pozo y empezó a pasearse alrededor con semblante muy serio como si estuviera haciendo la cosa más importante del mundo. Con el escudo pegado al pecho, la lanza en la mano y la luz de la luna iluminándole la frente, parecía un fantasma recién salido del infierno. Los huéspedes de la venta lo miraban desde lejos y no paraban de reírse, pensando que en toda la Mancha no había un hombre más loco que aquel.   

Llevaba don Quijote un buen rato de vela cuando salió al patio un arriero que tenía que dar de beber a sus bestias. Y, como la armadura de don Quijote le molestaba para sacar agua del pozo, la cogió y la tiró tan lejos como pudo, pensando que era un trasto viejo.   

-Pero ¿qué hacéis, canalla? -le gritó don Quijote.   

Y, sin pensarlo dos veces, alzó su lanza y le dio tal golpe al arriero que lo derribó al suelo y lo dejó medio muerto y con los ojos en blanco. Viendo aquello, los compañeros del herido salieron al patio hechos una furia y comenzaron a tirar piedras contra don Quijote, que se escondía tras su escudo para evitar los golpes, pero no se separaba del pozo por no dejar a solas su armadura. Atrás