LE LLAMÓ A SU CABALLO ROCINANTE

El día en que don Quijote salió de su aldea, el sol calentaba con tanta fuerza que faltó muy poco para que al hidalgo se le derritiesen los pocos sesos que le quedaban. Su caballo avanzaba muy despacio, porque el pobre estaba en los huesos y tenía poco aguante, aunque a don Quijote se le antojaba la bestia más recia y hermosa del mundo. Hacía pocos días que le había puesto el nombre de Rocinante, que le parecía sonoro y muy apropiado para el caballo de un gran caballero.   

Iba don Quijote imaginando batallas cuando de pronto se entristeció al pensar: "Según la ley de caballería, sólo podré entablar combate cuando me hayan armado caballero en una solemne ceremonia. Pero no importa", añadió: "al primero que aparezca por el camino le pediré que me arme caballero".   

Sin embargo, en todo el día no se cruzó con nadie, y ni siquiera encontró un lugar donde comer, así que al caer la tarde don Quijote y su caballo iban tan cansados como muertos de hambre. Por fortuna, antes de que anocheciera, asomó una venta junto al camino y, al verla, don Quijote empezó a decirse:   

"¡Qué castillo tan magnífico! ¡Qué torres, qué almenas, qué foso!", porque, como estaba loco de atar, todo lo que veía le parecía igual a lo que contaban sus libros. A la puerta de la venta vio a unas mujerzuelas y las tomó por delicadas princesas, y al oír que un porquero llamaba a sus cerdos pensó que era un centinela dándole la bienvenida. Atrás