“Estad alegres, zagales,

que el Niño Dios ha nacido.

Estad alegres, zagales

y poneros en camino,

porque es el Rey de los Cielos

quien a este mundo ha venido”.

Con mirada muy atenta

y cara de sorprendidos,

escuchan la voz del Ángel

unos pastores sencillos.

El silencio de la noche

lo rompe un pastorcillo,

al decirle a los mayores:

“Yo quiero ver a ese Niño”.

El Ángel les sigue hablando

y les cuenta lo ocurrido:

“Allá en Belén de Judá,

en un establo tendido,

lo encontraréis entre pajas

con un pañal de vestido.

Para salvar a los hombres

no le importa pasar frío.

Deprisa. Id a dorarle,

que es nuestro Dios hecho Niño”.

Se separan de la lumbre.

Del corazón, los latidos,

sienten cada vez más fuerte

ante singular prodigio

y, aunque la noche es oscura,

pronto emprenden el camino.

Estad alegres, zagales.

Ahora se oye un himno.

Con música celestial

y rayos de luz muy vivos,

todos aquellos pastores

están llegando al destino.

El pastorcillo pequeño,

aunque cansado y rendido,

dice, de nuevo, a su padre:

“Yo quiero ver a ese Niño”.

Al terminar esta frase,

con el corazón henchido

de alegría y de amor,

encuentran al recién nacido.

Se arrodillan sus pies

y le expresan con delirio:

¿Qué podemos ofrecerte

para que no sientas frío?

Con voz un tanto llorosa,

este nuestro zagalillo,

le da el chaleco de lana

y le dice con cariño:

“Tenía ganas de verte,

porque eres Niño Divino.

Eso nos ha dicho un Ángel.

Gracias por haber nacido”.

Tocando las panderetas

cantan unos villancicos

y alegran así a los tres:

José, María y el Niño.

De regreso a sus hogares

cantan y bailan con ritmo

y encuentran a sus ovejas

con los leños encendidos.

Es la luz que no se apaga

y el calor del chalequito,

que todos, ahora, sienten,

el regalo recibido.

“Estad alegres, zagales,

que el Niño Dios ha nacido.

Estaremos siempre alegres

si estamos siempre contigo”.

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Lucía López Sánchez
Navidad 1.997