Robinson Crusoe |
Estaba yo en la cumbre de la colina, en la parte este de la isla, desde donde en un día despejado había llegado a divisar el continente americano, cuando Viernes miró muy atentamente hacia el continente y en una especie de arrebato, empezó a brincar y a bailar y me llamó a gritos, porque yo estaba a cierta distancia de él. Le pregunté que qué le pasaba.
-¡Oh, alegría! -dijo-. ¡Oh, alegre! ¡Yo ver mi tierra, ver mi país!
Observé que una inmensa sensación de placer aparecía en su rostro, y que sus ojos centelleaban, y que sus ademanes revelaban un ansia extraordinaria, como si quisiera volver de nuevo a su tierra. Esta observación mía me sugirió muchas ideas, que en un principio me hicieron no estar tan tranquilo respecto de mi nuevo criado Viernes como lo estaba antes. No tenía ninguna duda de que si Viernes podía regresar con su pueblo, no sólo olvidaría toda su religión, sino también toda su gratitud para conmigo; y también que sería lo suficientemente osado como para hablar de mí a los suyos, regresar con un centenar o dos de ellos, y hacer un festín conmigo, lo cual le produciría tanto júbilo como el que solía sentir con los de sus enemigos cuando eran hechos prisioneros en la guerra. Pero era muy injusto con aquel pobre ser honrado, lo cual lamenté más adelante.
Como mi recelo aumentaba hasta llegar a dominarme, durante varias semanas estuve un poco más circunspecto, y no tan familiar y amable con él como antes.
Al cabo de varios días, sondeé a Viernes y le dije que le daría un bote para volver a su tierra; y así fue como le llevé a ver a mi chalupa, que se hallaba en el otro lado de la isla, y tras haberla vaciado de agua, porque yo siempre la mantenía hundida, la puse a flote, se la enseñé y los dos nos metimos dentro. Vi que era habilísimo en maniobrar con ella, que sabía hacerla navegar casi con tanta ligereza y rapidez como yo mismo; así que cuando él estuvo dentro le dije:
-Bueno, Viernes, ¿vamos a tu tierra?
Se quedó como alelado al oírme decir esto, al parecer porque creía que el bote era demasiado pequeño para ir tan lejos. Entonces le dije que tenía otro mayor; así es que al día siguiente fui hacia el lugar donde estaba el primer bote que había hecho, pero que no pude llevar hasta el agua. El dijo que aquél era lo suficientemente grande; pero lo que pasaba era que como yo no me había cuidado de él, y había estado allí veintidós o veintitrés años, el sol lo había resquebrajado y resecado, de manera que estaba inservible. Viernes me dijo que un bote así iría muy bien y podría llevar "mucho bastante víveres, bebida, pan", que así era como hablaba.
Estaba ya por este tiempo tan obsesionado por mi propósito de cruzar el mar con él y llegar hasta el continente, que después de todo aquello le dije que íbamos a hacer un bote tan grande como ése para que él pudiera volver a su país. No respondió ni una palabra, pero se quedó muy serio y triste. Le pregunté qué le pasaba. Y él a su vez me hizo esta pregunta: -¿Por qué muy enfadado con Viernes? ¿Qué hacer yo?
Le pregunté que qué quería decir con esto y le aclaré que yo no estaba en absoluto enfadado con él. -¡No enfadado! ¡No enfadado! -exclamó repitiendo varias veces las palabras-. ¿Por qué enviar Viernes fuera de casa a mi tierra?
-¡Cómo! ¿No decías que querrías estar allí?
-Sí, sí -respondió-, querer estar allí los dos, no querer Viernes allí y amo no allí. En una palabra, no le cabía en la cabeza irse sin mí.
-Pero, Viernes -dije-, si me voy contigo, ¿qué voy a hacer yo allí?
A esto me replicó con mucha viveza:
-Tú hacer mucho, mucho bien, tú enseñar hombres salvajes ser hombres buenos, sabios, pacíficos; tú enseñarles conocer Dios, rezar Dios y vivir vida nueva.
-¡Ay, Viernes! -dije-, no sabes lo que dices, yo no soy más que un ignorante.
-Sí, sí -insistió-, tú enseñarme bien, tú enseñar ellos bien.
-No, no, Viernes, irás sin mí, me dejarás aquí viviendo solo como antes.
De nuevo pareció quedarse muy confuso ante estas palabras, y precipitándose sobre una de las destrales que solía llevar, la cogió apresuradamente, vino hacia mí y me la dio.
-¿Qué tengo que hacer con esto? -le pregunté.
-Tú matar Viernes -dijo.
-¿Y por qué tengo que matarte?
Replicó con mucha viveza:
-¿Por qué enviar lejos Viernes? Coger, matar Viernes; ¿no enviar lejos Viernes?
Esto lo decía con tanta emoción que vi lágrimas en sus ojos. En una palabra, que vi con tal evidencia el extremado afecto que me profesaba y lo firme de su resolución, que le dije entonces, y se lo repetí a menudo más adelante, que nunca lo enviaría lejos de mí, si él quería quedarse conmigo.
Daniel Defoe
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