El
hombre de la gorra marrón |
No hace mucho tiempo paseaba por la ciudad
un hombre
que llevaba
puesta sobre su cabeza una gorra
de color
marrón.
Al llegar
a la
estación de ferrocarril, el hombre se metió en el vestíbulo y se
detuvo a
contemplar a la gente que entraba y salía cargada con sus maletas, sus bolsas y
sus carteras. En esas estaba cuando, de pronto, exclamó con voz alta:
-¡Vaya,
vaya!
A continuación abandonó
la estación
precipitadamente
y siguió
paseando.
Poco
después, el hombre
de la
gorra marrón
llegó a
un paso
subterráneo. Observó detenidamente la entrada del túnel y se introdujo
en él caminando por una acera estrecha,
que estaba
separada
de la
calzada por una pequeña valla. Y cuando
se encontraba
en medio
del túnel,
se detuvo a ver cómo los coches pasaban a toda velocidad en una
y otra dirección. Poco después gritó:
-¡Vaya, vaya!
Inmediatamente el hombre continuó su camino mientras el eco de sus
palabras se confundía con el rumor de los coches.
A la salida del túnel había
un edificio
muy alto
con grandes
ventanales oscuros. Tenía todas las ventanas cerradas y desde fuera no
podía verse lo que la gente hacía en el interior puesto que los
cristales hacían el efecto de un espejo en el que se reflejaban el cielo y las
nubes. El hombre de la gorra marrón se detuvo frente
al edificio
y esperó a ver si alguien abría alguna
de aquellas
ventanas.
Pasó el
tiempo y las ventanas permanecían cerradas.
Entonces nuestro hombre
dijo casi gritando:
-¡Vaya, vaya!
Cuando vio que todas las ventanas continuaban carradas a cal y canto, gritó de
nuevo, y esta vez con mucha más fuerza:
-¡Vaya, vaya!
Y tras esto, continuó satisfecho su camino.
Pasado un rato, el hombre de la gorra marrón llegó
a un
parque muy
bonito en el que había un pequeño lago. La gente paseaba plácidamente por la
orilla y se sentaba de vez en cuando en unos bancos pintados
de rojo
a contemplar cómo paseaban los demás. También había muchas madres y abuelos
que empujaban sillitas de bebé, ancianas que echaban miguitas de pan a las
palomas, niños que corrían hacia ellas para asustarlas y verlas salir volando,
gente de todas las edades que corría,
saltaba
y hacía
deporte... Y, a la orilla del lago, había un empedrado donde se habían
sentado parejas de enamorados y grupos
de jóvenes
que tocaban
la guitarra.
Justo
en el centro de aquel parque se alzaba una escultura en la que
se representaba a un joven desnudo y frente a él un ave de
rapiña.
El joven
señalaba con su mano derecha al ave y elevaba la otra mano
hacia el
cielo.
El hombre de la gorra marrón se detuvo ante aquella
estatua.
Luego miró
en derredor y estuvo contemplando un buen rato a la
gente. Y, de
repente, volvió a gritar a pleno pulmón:
-¡Vaya, vaya!
Algunas personas que paseaban por el parque se pararon curiosas y se
quedaron esperando a ver si aquel hombre decía o hacía algo más. Pero
él se limitó a emprender de nuevo su camino sin añadir ni media palabra.
Y andando, andando, el hombre de la gorra marrón
llegó a
un gran
edificio gris que estaba situado en una amplia
avenida. Delante
del edificio había muchos coches de policía aparcados.
El hombrecillo
se detuvo
ante la puerta y gritó en tono decidido:
-¡Vaya, vaya!
Al instante salieron precipitadamente
de aquel
edificio
algunos policías, arrestaron al hombre de la gorra marrón y le
introdujeron en
la comisaría. Allí le cachearon para
ver si
llevaba
armas y
le interrogaron a fondo. Después de comprobar que el hombre
de la
gorra marrón
no pretendía nada malo, le sacaron de la comisaría y le dijeron:
-A nosotros no nos hace ninguna gracia que usted vaya gritando por todas partes
"¡Vaya, vaya!". Pero como no hay ninguna ley escrita que prohíba
decir por la calle "¡Vaya, vaya!",
tenemos
que dejarlo
en
libertad.
Y ¿sabéis lo que en aquel mismo momento respondió
el hombre
de la gorra
marrón?
Sí,
exactamente eso.
Franz Hohler.
El bloque de granito en el cine. (Adaptación)
Instrucciones: Pulsa uno de los botones
con las letras a, b y c. La letra acertada se pone de color rojo.
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