El lenguaje de las aves |
Eran tiempos de guerra entre moros y cristianos en la vega de Granada, y María no solía alejarse sin escolta del castillo en que vivía. Sin embargo, rodeada de arcabuces y ballestas se sentía prisionera. Con ella estaba siempre Hernando, un joven morisco cuya presencia le era tan grata que las cosas parecían más hermosas cuando él estaba cerca.
Una tarde abandonaron ambos el castillo y marcharon por senderos estrechos y escarpados, flanqueados de viejísimos olivos. Los dos se detuvieron a contemplar un antiguo castillo moro, casi destruido por las guerras y los años. Desde una quebrada llegaba el canto claro y sonoro de una avecilla.
-¿Qué pájaro es ése? -preguntó María admirada.
-Es el ruiseñor, que llama a su compañera -respondió Hernando.
-Pero ¿no suele el ruiseñor cantar de noche?
-Canta noche y día, y todas las horas parecen ser escasas para sus gorjeos. Pero con la noche cesan los ruidos, y hay quietud para oír lo que durante el día no suele oírse.
-¿Es cierto que los pájaros hablan unos con otros? -preguntó María.
-Al menos pueden entenderse entre ellos.
-Siendo yo muy niña pensaba que los animales y aun las cosas podían hablar como las personas, y disfrutaba oyendo historias de hombres sabios que entendían el lenguaje de las aves y de las plantas. ¿Conoces tú estas bellas leyendas?
-Aún se cuentan en Granada algunas de ellas; mi preferida es la del príncipe enamorado.
-Nárrala para mí ahora -suplicó María, sentándose al pie de una años a higuera silvestre.
Hace largos años había en Granada un rey despótico y cruel, al que temían todos sus súbditos. Su hijo mayor, el príncipe Hassán, por el contrario, era bondadoso y gustaba de mezclarse con campesinos y gentes sencillas. Y ocurrió que el príncipe se enamoró de la hija de un labrador de la vega llamado Abahul.
Los jóvenes mantenían en secreto su amor. Pero los rumores son más veloces que el viento; el rey se enteró y prohibió a su hijo que viese a la labradora. El príncipe le respondió que deseaba tener a la hija de Abahul como esposa. Enfurecido, el rey le encerró en la Alhambra, en lo más alto de la torre que llaman de Comares, sin más compañía que la de un hosco carcelero.
Pasaba Hassán las horas en la más completa soledad, mirando entristecido hacia la vega. Cientos de aves volaban cerca de la torre. El observaba sus vuelos y oía sus cantos, y así entretenía su ocio y calmaba su tristeza. Al cabo de los meses, el príncipe llegó a comprender el lenguaje de los pájaros.
Una mañana cayó a sus pies una tórtola herida. Hassán la tomó con cuidado y restañó sus heridas; luego calmó su sed y le habló en el lenguaje de las aves. Durante los días en que permaneció en la torre, la tortolica y el príncipe llegaron a ser grandes amigos. Ella le contaba hermosas historias del aire y él le confió la causa de su tristeza. Sanó al fin el ave y una luminosa mañana Hassán la puso en libertad aunque con gran pena, pues con su marcha tornaba a la soledad.
Voló la tórtola hacia la vega y Hassán siguió su vuelo hasta que la vio perderse en la lejanía. Cayó entonces en un profundo abatimiento, y así permaneció hasta que al atardecer se posó la tórtola en el ajimez.
Ella le contó que había visto a la hermosa hija del labrador llorando en el jardín. Aumentó entonces de tal manera el dolor y el abatimiento de Hassán que no quería tomar alimento ni bebida alguna.
Salió la Luna y se volvieron de plata las aguas del Darro. A lo lejos, coronadas de blancos resplandores, se alzaban las cumbres de Sierra Nevada. Cantó el ruiseñor y sus trinos eran más claros que las aguas del río. Pero el príncipe miraba y no veía la hermosura de la montaña, oía y no escuchaba el canto del ruiseñor. El alba lo encontró acodado en el ajimez, mirando tristemente hacia la vega.
Reunió entonces la tórtola a las aves de la llanura y del monte, y juntas deliberaron la manera de sacar a Hassán de su prisión. Al atardecer, cientos y cientos de aves llegaron a la orilla de la Alhambra.
Estaba el carcelero de vigilancia. La llave pendía de su cuello, y el candado tenía dadas tres vueltas. De pronto, el aire se hizo música. Escuchó sorprendido: ¿Qué era aquel sonido suavísimo que descendía de la torre? Nunca había oído nada semejante... Cantaban las aves y el carcelero las oía embelesado. ¡Qué hermosa melodía! Pero entre aquellos gruesos muros llegaba débilmente. Subió unos peldaños; la música era más clara. Subió un poco más; las notas descendían cristalinas y dulces. Subió y subió hasta llegar a lo más alto. Pinzones, calandrias, verdecillos, ruiseñores... desgranaban unidos sus trinos. Salió entonces la Luna y un ensueño maravilloso se apoderó de él. Con el alba, el carcelero despertó sobresaltado de su encantamiento. ¡La llave no pendía de su cuello! La vega despertaba al sol de la mañana, y el príncipe y la hija de Abahul cabalgaban hacia tierras de Córdoba.
Terminó Hernando su narración y el ruiseñor aún seguía cantando.
-¡Qué hermoso canto! -susurró María-. No me extraña el ensueño del carcelero. ¿Crees tú, Hernando, que es posible comprender el lenguaje de las aves?
-No como Hassán. Pero, observando sus costumbres y sus cantos, se puede llegar a entenderlas. Caía la tarde cuando iniciaron la vuelta. Una pareja de palomas salió del olivar y se dirigió al castillo. María las siguió con la mirada; volaban a la par y era su vuelo tranquilo y vigoroso. Se posaron en una de las torres, arrullándose, dándose los picos, ahucando las plumas.
-Ese es el lenguaje de amor de las palomas, ¿no es cierto? -preguntó María. -Así parece. Y creo que se sienten muy felices.
Alzó María de nuevo la vista y su corazón latió angustiado. ¡En el paso de ronda había aparecido un ballestero! María ahogó un grito, y sobre las almenas cayó una paloma con el pecho atravesado.
Voló espantada su compañera, pero no se alejó; describía círculos a su alrededor, con vuelos desiguales. María gritaba en silencio: "¡Vuela lejos, paloma!". Los círculos eran cada vez más cerrados, el vuelo más inseguro, la inquietud mayor, y al fin, la paloma fue a posarse junto a su compañera caída. La arrulló, le ofreció el pico, atusó suavemente sus plumas... y, como no pudiera despertarla, abrió la cola y correteó desesperada invitándola a levantar el vuelo. Se alzó un instante y, de nuevo, fue a posarse a su lado.
Dudó un momento el ballestero, pero al fin tensó la ballesta y la paloma cayó sobre las almenas.
-¿Sabes, Hernando, si el amor es más hermoso que la vida? -preguntó María apesadumbrada. Hernando no supo hallar respuesta. El silencio se hizo doloroso y María penetró en el castillo. Concha López Narváez
La tierra del Sol y la Luna. (Adaptación)
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